VISIONES de la tierra que fue
Las explosiones teñían el cielo de un color anaranjado y las aeronaves surcaban los aires con un zumbido estridente. Sintió el calor de la piedra sobre la que se había recostado, abrasada por el incendio que había arrasado aquel bloque de edificios. Vio sombras agazapadas entre las ruinas de enfrente, más allá de los esqueletos calcinados de los coches. Levantó su arma y disparó varias ráfagas a ciegas.
No hubo gritos, ni fuego de respuesta, ni ninguna reacción que alterase el retumbar de las detonaciones y el traqueteo lejano de las armas automáticas.
Oyó un silbato a su espalda y otro le contestó a su derecha. Saltó por encima de los escombros y un centenar de figuras más lo imitaron al instante. Gritó con voz ronca mientras su garganta le ardía por el aire calcinado y los agentes químicos.
Echó a correr sobre el terreno irregular de la antigua calle, sus botas incapaces de dar dos pasos seguidos con estabilidad. Le dolían las piernas, el pecho le ardía y los brazos le pesaban como plomo mientras agarraba su fusil de asalto como un demente. Matar. Matar o morir, esa era su vida ahora. Sin preguntas, sin vacilaciones, sin remordimientos.
El fuego defensivo barrió sus filas como una guadaña un campo de trigo maduro. Muchos más siguieron adelante, hacia las figuras que se escondían entre los escombros. Empezó a distinguir detalles. Una máscara antigás, una gorra, unos galones, ojos desorbitados por el pánico y la falta de sueño.
Cayeron sobre sus enemigos como alimañas, su bayoneta haciendo el trabajo de un carnicero. El corazón le latía como un tambor aporreado por un loco. Despojos sangrientos cubrían el suelo y él seguía respirando. Victoria.
Un segundo después, gritos en el piso de arriba y pasos apresurados que bajaban por la escalera. Maldiciendo, adoptó una postura defensiva y esperó. Ni siquiera vio el primer resplandor de la bomba. Sintió el calor en la nuca y el impacto de la onda expansiva lo hizo trastabillar. Intentó reaccionar, por el rabillo del ojo vio el gran hongo que se alzaba por encima de las ruinas de la ciudad y supo que estaba muerto.
Toda su vida cayó sobre él en ese instante y su último acto consciente fue llorar. Los gritos de sus camaradas llenaron sus oídos.
Los gritos llenaron sus oídos y lo hicieron despertar de golpe, agitado, sudoroso. Estaba desorientado y confuso, con la respiración entrecortada. Aquellas imágenes todavía le ardían en el interior de sus retinas.
Lo primero que hizo fue mirar sus manos, pero no tenía aquel garrote de metal que mataba a distancia. Tampoco esos ropajes extraños tan pesados e incómodos, esas botas con hierro que le hacían daño en los pies. ¿Y las madrigueras grises con huecos tapados con vidrio? ¿Y los pájaros metálicos que surcaban el cielo aullando y soltando bolas de fuego? ¿Qué lugar era aquel que recordaba, pero que había olvidado?
Le dolía la cabeza y no podía explicar nada de aquello. Se agarró las sienes para aliviarse y gruñó. Lanzó a un lado bruscamente la piel animal que tapaba su cuerpo desnudo, se levantó de un ágil brinco y se quedó un segundo mirando las ascuas de la hoguera mortecina que había calentado la cueva hasta que su respiración volvió a calmarse. Sintió el frescor del interior de la gruta en su piel, contrastando con el ardor que había sentido momentos antes. El aire era limpio, no venenoso. Inspiró con fuerza para llenar sus pulmones.
Entonces escuchó de nuevo los gritos y supo qué lo había sacado de aquellas visiones nocturnas. Agarró por puro instinto el gran martillo de piedra que estaba apoyado en la pared y corrió hacia la entrada de la caverna con todos sus músculos en tensión.
Al salir al exterior vio, más abajo, la gran hoguera comunal y a su luz una turba de asaltantes con siniestras máscaras rojas y estilizados cuernos rectos. Durante un instante su sueño, por llamarlo así, regresó a su mente y volvió a ver a aquellos guerreros de las máscaras de goma acechando entre las piedras. De alguna forma sabía que aquello también había ocurrido allí mismo, en aquellas tierras que habitaban ahora. ¿Pero era un recuerdo de eones pasados, o el presagio de un futuro lejano por venir?
Desechando esos pensamientos inútiles con una mueca, aferró la maza primitiva con ambas manos. Dio un gran brinco con sus poderosos músculos para caer entre sus enemigos, emitiendo un rugido más de bestia salvaje que de hombre. Los brutos enmascarados, dejando a un lado las fáciles víctimas que tenían agarradas por el pelo o cargaban a sus hombros para llevárselas a una vida de esclavitud, se giraron para enfrentarse a esta nueva amenaza con la que no contaban.
Matar. Matar o morir, esa era su vida ahora. Sin preguntas, sin vacilaciones, sin remordimientos.