LO QUE MORA EN LAS RUINAS
El sol moría en el horizonte, y la sombra de las ruinas se alargaba sobre la llanura marchita. Cairn, el bárbaro de las tierras del norte, avanzaba con paso firme entre los restos de una civilización olvidada. Los muros ciclópeos estaban cubiertos de grietas y enredaderas podridas, como si la misma tierra intentara enterrar el pasado.
Pero Cairn sabía que algo aún latía en el corazón de aquellas ruinas. Había escuchado las historias en los asentamiento cercanos, a las mujeres mientras amamantaban a sus hijos o en los labios temblorosos de los ancianos supersticiosos. Una secta perversa había tomado las ruinas, celebrando ritos oscuros a la luz de antorchas moribundas, invocando una entidad que nunca debió despertar.
Cairn no buscaba gloria ni fortuna. Sólo librar al mundo de un mal terrible.
Los adoradores habían saqueado una aldea en el valle. Mujeres y niños desaparecieron en la noche, arrastrados hasta este mismo lugar. Sentía que sus gritos aún podían flotar en el viento.
Con el filo de su espada listo, Cairn descendió por los peldaños de piedra, oculto en las sombras. Lo que encontró en el santuario subterráneo le hizo apretar la mandíbula con furia.
El lugar estaba vivo con los resplandores de antorchas impías que brillaban sin fuego. Los muros temblaban con los cánticos guturales de los adoradores, hombres y mujeres de rostros enloquecidos, envueltos en túnicas andrajosas. Y en el centro del templo, una criatura abominable se erguía sobre un altar de mármol ennegrecido.
Era una masa informe de carne oscura, retorciéndose con extremidades imposibles. Su piel brillaba con el fulgor enfermizo de algo que no debía existir en este mundo. Ojos se abrían y cerraban a lo largo de su cuerpo, y sus garras goteaban con una sustancia negruzca.
Pero lo que más enfureció a Cairn fue lo que había frente a la criatura. Los habitantes de la aldea parecían haber sido controlados por medio de ritos oscuros y también formaban parte de ese rito macabro.
—¡Maldito sea este culto de carroñeros! —rugió Cairn, irguiéndose desde las sombras.
Los cánticos se detuvieron de golpe y los adoradores se giraron a la vez, con los ojos desorbitados. El monstruo también lo miró, con una mezcla de sorpresa y… desesperación.
Cairn no esperó explicaciones y saltó al combate. Las primeras cabezas rodaron con un solo tajo de su acero. La sangre cubrió los escalones del altar. Los adoradores gritaron, pero el bárbaro era un vendaval de destrucción.
Uno de ellos intentó lanzar un puñal, pero Cairn lo partió en dos con su hoja ensangrentada.
Los supervivientes huyeron, y entonces, sólo quedaron el bárbaro y la criatura.
El monstruo se movió torpemente, extendiendo sus múltiples extremidades como si intentara detenerlo. Pero Cairn no iba a escuchar los susurros de un engendro maldito.
Con un grito salvaje, saltó sobre el altar y hundió su espada en la carne del ser. La criatura rugió de dolor. El templo se estremeció y los muros comenzaron a derrumbarse.
Cairn rodó por las escaleras, cubierto en la sangre oscura del monstruo.
Se levantó justo a tiempo para ver cómo el santuario colapsaba sobre sí mismo, sepultando la abominación en el olvido.
Cansado y ensangrentado, el bárbaro escupió al suelo.
—Otro mal exterminado.
Y se marchó sin mirar atrás.
El tiempo había sido cruel con él. Había sido un científico. Un protector de lo suyos.
Su ciudad había sido un faro de sabiduría en un mundo que quedó devastado por la guerra y miseria. Un paraíso de acero y cristal, donde la gente podía respirar el aire puro y los sabios desentrañaban los misterios del universo.
Pero todo cayó. El mundo se volvió cruel. Las bandas de saqueadores destruyeron sus muros. Quemaron sus laboratorios. Masacraron a sus hijos. Sólo él sobrevivió.
Se utilizaron con él algunos de los compuestos de experimentos que nunca llegaron a completarse. Le dieron un nuevo cuerpo, un nuevo propósito. Sería el guardián de las ruinas. Sería el último recuerdo de la gloria que una vez fue.
Esperó siglos. Esperó hasta que nuevos hombres llegaron a su silo. No eran sabios ni poderosos. Eran solo hombres simples que no recordaban nada de lo que había sucedido. La humanidad había sobrevivido, pero el precio había sido muy grande.
Pero vinieron sin miedo, sin codicia. Y sorprendentemente también con devoción. Y él les habló.
Les mostró lo que una vez fue su ciudad y les pidió ayuda. Juntos, restaurarían los laboratorios. Juntos, traerían la luz de su pueblo de vuelta al mundo.
Y ellos juraron hacerlo, pues lo consideraron una especie de dios y a aquel lugar su templo.
Pero entonces, llegó el asesino. Un bárbaro salvaje. Una bestia sin ley ni conocimiento.
Entró al santuario con la furia de un dios ciego. Los fieles intentaron hablarle, pero él solo respondió con la espada. Hombres y mujeres, caídos en segundos, con sus gritos acallados por el poder del acero.
Y entonces, la bestia se giró hacia él.
Intentó detenerlo. Intentó explicarle. Pero el bárbaro sólo vio horror donde había esperanza. Sólo vio un monstruo, y el acero se hundió en su carne.
El sufrimiento fue insoportable. Su sangre cubrió las escaleras de su propio hogar. Se revolvió de dolor destrozando los cimientos que aún quedaban. Los muros se vinieron abajo, y todo lo que había protegido se perdió para siempre.
Mientras su cuerpo se desmoronaba, mientras su esencia se extinguía en la oscuridad, pronunció sus últimas palabras.
—No entendiste…
Y entonces, todo ese conocimiento de eras pasadas murió con él.