LA SANGRE DE LOS DIOSES MUERTOS
Por boca de Gareth B., antaño sargento de infantería pesada de United England
Muchos de los que me ven ahora —harapiento, tatuado de cicatrices, con la mirada de un depredador agotado— creen que nací en este mundo bárbaro, que mi alma se forjó entre tambores de guerra y nubes de sangre. Se equivocan.
Yo nací entre torres de acero, en una tierra donde la lluvia era ácida y los dioses llevaban nombres de sistemas automatizados. Sirvió mi brazo a United England, esa vieja y orgullosa megalópolis de niebla, metralla y protocolos. No al Parlamento ni a los banqueros del Bloque Norte. A la idea. A la defensa. A los nuestros.
Durante años combatí a mutardos en el Páramo, reprimí revueltas en los Anillos de Londres Nueva y ayudé a contener brotes en los Campos Rojos. Vi a hombres volverse locos por una vacuna fallida. Vi a máquinas cantar himnos a dioses olvidados. Vi a niños nacer sin alma, sin ojos, solo con un agujero que suplicaba al cielo. Y sin embargo, ninguna de mis campañas me preparó para el horror que nos devoró desde el sur. Ninguna orden pudo silenciar los gritos que trajo consigo el fin.
Primero fue el silencio.
Austral City —una megalópolis anodina, sin grandeza ni historia, apenas una nota al pie en los informes estratégicos— cayó en el vacío. No colapsó ni fue bombardeada. Simplemente dejó de hablar.
Ni los drones más veloces pudieron cruzar su perímetro. Los canales de comunicación se apagaron sin previo aviso. Los satélites dejaron de recibir señal. Los drones enviados… no regresaron. Ni siquiera las sondas clase Espectro, invisibles para todo salvo para los propios dioses. Silencio.
Creímos que era un fallo de red, o un ataque interno, quizás un sabotaje viral. No se le dio demasiada importancia. Austral no era imprescindible. No la necesitábamos. Éramos United England y nos valíamos por nosotros mismos. Los demás que se arreglaran.
Pasaron los meses.
Y comenzaron los informes. No en las megalópolis, no aún. Sino en las vastas extensiones del Páramo. Aquellos lugares donde la civilización se diluía en óxido y mugre. Donde los mutardos paren en la oscuridad. Donde los chatarreros excavan entre los restos de un mundo que ya no entiende su lengua.
Allí aparecieron los primeros.
Escamosos, pálidos, con ojos de pez muerto y una calma antinatural. Formas de vida con huesos blandos y piel húmeda, como si el mar hubiera venido a parir hijos nuevos. Caminaban erguidos, como si hubieran olvidado la necesidad de gatear. Su mera presencia traía un hedor a sal, putrefacción y tiempo detenido. Los llamamos Profundos.
Después llegaron los gules. Pálidos como la luna, de brazos largos como látigos de hueso, devorando los cuerpos sin dejar más que esqueletos limpios y risas apagadas. Se deslizaban por los túneles como ratas sin carne, dejando tras de sí un rastro de horror y silencio.
Los altos cargos dijeron que eran cuentos. Que el Páramo siempre había estado lleno de terrores. Que los carroñeros exageraban. Que los informes eran producto de radiación, drogas o superstición.
Pero esas criaturas no se alimentaban de miedo.
Ellas lo sembraban.
Poco a poco, el mal se infiltró en las propias megalópolis.
Primero fue en Freiheitfestung, donde los tecnosacerdotes empezaron a construir máquinas que nadie había ordenado, siguiendo planos que aparecían en sueños. Luego en San Ángeles, donde miles de personas huyeron de visiones compartidas, todos murmurando un mismo nombre: un nombre que no estaba registrado en ningún archivo, pero que resonaba como un tambor en lo profundo del alma. Pesadillas conjuntas. Puertas que se abrían sin muros. Suicidios colectivos. Lenguas muertas habladas por niños.
Incluso en United England —donde la frialdad lo domina todo, donde hasta la muerte se administra con eficiencia— un batallón entero se arrancó los ojos durante una vigilia, gritando al unísono que “la luz los había mentido”.
Y entonces miramos hacia el sur. Hacia donde Austral City había desaparecido.
Y al fin vimos la Boca.
No era un cráter. Era una herida. Una llaga viva que exhalaba calor, vapor y lamentos. Como si la tierra misma hubiera sido desgarrada por dentro y los huesos del mundo estuvieran ardiendo. La llamaron la Boca del Infierno. Y por primera vez desde la fundación del Proyecto Babylon, las megalópolis se unieron.
Beijin, Ciudad de Plata, United England, Freiheitfestung, Putingorod, San Ángeles… dejaron atrás sus rencillas, sus guerras de código y poder. Se convirtieron en una lanza. Una sola. Forjada con miedo, templada en desesperación.
Se desataron las armas prohibidas.
Bombas de plegado de espacio. Satélites orbitales suicidas. Enjambres de nanodesintegradores. Antidioses programados en núcleos inteligentes. La tierra fue desgarrada con detonaciones que arrancaron el alma de los vivos. Llovieron soles oscuros y enjambres que devoraban carne, metal y recuerdos. El cielo se abrió como una herida, y de ella brotó fuego que no iluminaba, solo devoraba.
Los mares se alzaron. Las montañas se agrietaron. El mundo sangró. Y aún así… no fue suficiente.

Recuerdo fuego. Un estruendo que me llenó los huesos. Una luz sin alma. Y luego… el vacío.
Al principio creí que había muerto.
Pero no era la muerte. Era otra cosa. Desperté bajo un cielo desconocido, sin satélites, sin coordenadas, sin órdenes. Solo un sol pálido y caliente, y un mundo de ciénagas y piedras, de árboles que susurraban y bestias con demasiados ojos. Un mundo de tribus salvajes, sangre y superstición.
Los hombres creían que el fuego era un dios. Los chamanes hablaban con huesos. Las guerras se libraban con espadas y lanzas hechas de hueso y piedra, no con drones ni rifles.
Sobreviví. No como soldado. Como bestia. Aprendí sus lenguas. Sus cantos. Sus miedos. Me convertí en monstruo para no morir.
Durante años creí que era otro mundo. Un plano distinto. Un castigo divino. Hasta que encontré el templo.
Una ruina oculta bajo la jungla. Cubierta por siglos de barro, raíces y muerte. Custodiada por estatuas rotas, por ídolos que escupían sombras. Descendí por pasadizos húmedos, con símbolos que ningún chamán local podía haber tallado.
Y en el fondo… el metal. No hierro tribal. Metal como el que se usaba en las megalópolis. Y más allá pantallas, cables oxidados, núcleos podridos… Y allí, entre la herrumbre, el emblema. United England. Lo entendí todo.
No era otro mundo, era el mío. Sólo que habían pasado miles de años.
Las Tierras Impías no son un plano infernal. No son un castigo. Son el futuro.
Lo que vino de la Boca del Infierno no fue destruido. Fue liberado. Y nosotros creímos que el fuego bastaría. No bastó.
Mi mundo no murió. Solo se arrodilló y se pudrió. Se arrastró hasta olvidar su nombre. Y ahora es esto. Un imperio muerto coronado de huesos y sangre.
Y yo… yo posiblemente soy su último recuerdo.