LA MÁSCARA ENSANGRENTADA
El bosque estaba en silencio. No el silencio de la paz, sino el de la caza. El de la espera.
La brisa apenas lograba mover las hojas negras de los árboles, y el suelo era un mar de raíces entrelazadas, húmedas de fango y putrefacción. El Bosque Antiguo era una tumba sin lápidas, y ellos habían entrado voluntariamente en ella.
Cuatro jóvenes caminaban entre la maleza con pasos sigilosos, sus armas en las manos, sus ojos siempre en movimiento. Vestían pieles curtidas y collares de garras y dientes, aunque aún no tenían la marca más importante: la máscara oscura. Sólo los hombres y mujeres que habían pasado la prueba la llevaban.
El Rostro Negro no entregaba ese honor con facilidad. No bastaba con matar a un enemigo, no bastaba con derramar sangre. Para ser uno de ellos, había que enfrentar la muerte y arrancar la victoria con las propias manos. Y esta era su prueba: matar a la Sierpe de las Raíces Sangrientas.
Era un monstruo viejo como el bosque, tan grueso como un tronco, con escamas negras como la obsidiana y fauces llenas de colmillos amarillos como dagas. Había matado a decenas antes que ellos. Quizá también los mataría a ellos.
—Cuando tenga la cabeza de la sierpe en mis manos, la usaré como copa para beber esta noche. —Gorath rompió el silencio, su voz ronca de ambición. Era el más fuerte, el más alto, y la arrogancia le brotaba en cada palabra.
—Solo si corres más que yo. —Kaela sonrió con frialdad. Sus ojos eran como la hoja de su lanza, agudos y crueles.
—Deberíamos guardar fuerzas —susurró Rava, el menor de todos. Su voz delataba su juventud.
—Déjalos. Se creen invencibles. —Jorm negó con la cabeza—. Veremos si siguen tan seguros cuando la sierpe les arranque las tripas.
Rava encontró una pluma en el suelo.
—Una pluma negra. Es un mal presagio.
Kaela y Gorath se rieron de manera desafiante. Pero sus miradas volvieron a encontrarse. Intentaban ocultar que en realidad su cuerpos temblaban por los nervios y el miedo que les invadían. Sabían que muchos de ellos o quizás todos morirían. Siempre había quien no volvía. La prueba no perdonaba a los débiles.
Cuando cayó la noche, el frío del bosque los caló hasta los huesos. No había fuego. No en el Bosque Antiguo. Las llamas atraían cosas que nadie quería ver de cerca.
Se refugiaron entre las raíces de un árbol caído. La brisa ululaba entre las ramas.
Sintieron la sierpe antes de verla. El suelo tembló, una vibración sorda, lenta, como el latido de un corazón monstruoso enterrado bajo tierra. Luego vino el hedor, un aliento a carne podrida y sangre rancia. Y entonces surgió de la penumbra.
La criatura era más grande de lo que imaginaron. Más rápida. No tenían tiempo de admirarla, porque se lanzó contra ellos con una velocidad imposible.
Rava ni siquiera logró gritar. Las fauces se cerraron sobre su cintura y su cuerpo desapareció en un chasquido húmedo.
Jorm intentó correr, pero la cola de la sierpe lo golpeó como un martillo de carne y hueso. Su cráneo chocó contra una roca, y su cuerpo quedó inmóvil en la maleza.
Sólo Kaela y Gorath quedaron con vida. Se miraron y entendieron al instante que si querían vivir, debían luchar juntos. No hablaron. No necesitaban hacerlo.
Kaela se movió como una sombra, girando alrededor de la sierpe, buscando un punto débil. Gorath cargó de frente, atrayendo su furia. El monstruo se lanzó hacia él, sus colmillos a centímetros de su cuello. Pero Kaela saltó sobre su cabeza y hundió su lanza en su ojo. El rugido de la sierpe sacudió las hojas de los árboles.
Gorath aprovechó el momento y clavó su cuchillo en el vientre blando de la bestia. La sierpe se agitó con furia, golpeando el suelo con su cola, arrancando raíces y piedras, destruyendo el bosque a su alrededor. Pero estaba herida. Estaba muriendo.
Con un último golpe, Kaela se deslizó bajo su garganta y hundió su cuchillo hasta la empuñadura. La sierpe se desplomó. Los dos jóvenes quedaron de pie entre sus restos, cubiertos de su sangre negra. Habían vencido.
Regresaron al campamento como héroes. Dos de los cuatro habían muerto, pero eso no importaba. Ellos habían sobrevivido. Los ancianos del Rostro Negro los esperaban junto a la hoguera.
Entonces, la bruja apareció. Nadie la había visto llegar. Nadie nunca la veía. Vestía harapos de pieles viejas, y su máscara de hueso no tenía ojos. Su voz era un susurro de hojas muertas arrastradas por el viento.
—Dos mataron a la sierpe. Pero solo uno recibirá la máscara.
Kaela y Gorath se miraron.
—Luchamos juntos. —dijo Gorath.
—Ambos merecemos la máscara. —insistió Kaela.
Pero la bruja negó lentamente.
—Sólo uno. La tradición lo exige.
Los ancianos no intervinieron. No podían. El Rostro Negro se forjaba en sangre.
Kaela y Gorath se miraron a los ojos. Apenas unas horas antes, habían peleado juntos, habían salvado la vida del otro. Pero ahora, solo uno de ellos podría caminar de vuelta a la tribu con la máscara negra en su rostro.
Kaela ajustó su agarre en la lanza.
Gorath desenvainó su cuchillo.
—No tienes que hacer esto. —murmuró ella, con la mandíbula tensa.
—Tampoco tú.
La bruja dio un paso atrás y levantó su báculo.
—Comienza.
Y la batalla comenzó.

Kaela se movió primero. Se deslizó hacia la derecha con la velocidad de una serpiente, su lanza silbando en el aire. El filo pasó rozando la mejilla de Gorath, que se agachó a tiempo y respondió con un tajo de su cuchillo. Kaela saltó hacia atrás, ligera como una sombra. Demasiado rápida.
Gorath sabía que no podía dejarla moverse libremente. Cargó de frente. Era más fuerte. Más grande. Si lograba sujetarla, el combate terminaría en segundos.
Kaela vio venir la embestida. Se giró sobre sí misma, esquivando por poco y lanzando un tajo hacia su costado. Gorath sintió la punta de la lanza abrirle la piel. No se detuvo. Atrajo su brazo hacia ella, tirando de la lanza con brutalidad. Kaela perdió el equilibrio.
Gorath la golpeó con el codo en el rostro, y la joven cayó de espaldas sobre el suelo húmedo. Pero antes de que pudiera rematarla, ella rodó a un lado y giró su lanza hacia él en un corte ascendente. El filo le abrió la pierna y la sangre goteó. Gorath gruñó y dio un paso atrás.
Kaela ya estaba de pie otra vez. Los dos respiraban con fuerza. Medían cada movimiento del otro.Los tambores seguían golpeando el aire, marcando el ritmo de la muerte.
Gorath sabía que si no terminaba la pelea rápido, perdería. Kaela era demasiado ágil. Su estilo de lucha era una danza, cada golpe fluyendo en el siguiente, sin darle oportunidad de contraatacar. Pero él no necesitaba muchas oportunidades. Sólo una.
Kaela volvió a atacar, pero esta vez Gorath no retrocedió. Avanzó de frente, absorbiendo el golpe en su brazo, dejando que el filo de la lanza se hundiera en su carne.
Kaela abrió los ojos con sorpresa. Pero Gorath ya la tenía atrapada. Agarró la lanza con una mano ensangrentada y la empujó con toda su fuerza. Kaela se tambaleó hacia atrás, perdiendo el control de su arma. Entonces él la golpeó.
El impacto la lanzó al suelo. Su espalda chocó contra la tierra dura, y su aliento se escapó de sus labios en un jadeo ahogado. Gorath se lanzó sobre ella. Kaela extendió la mano, buscando su cuchillo. No llegó a tiempo.
Gorath la sujetó por la garganta, inmovilizándola. Su peso aplastaba su pecho.
—Ríndete. —gruñó. La sangre goteaba de su brazo herido sobre su rostro.
Kaela lo miró a los ojos. No había odio en ellos, sólo cansancio y dolor. La joven meneó la cabeza.
—No.
Y entonces le clavó el cuchillo en el costado. Gorath se tensó y su agarre se debilitó. Su peso se hizo más liviano y aprovechando esto Kaela rodó con él al suelo. Ahora ella estaba sobre él y el cuchillo aún estaba en su mano.
El silencio cayó sobre la tribu. Los tambores dejaron de sonar.
Kaela respiraba con fuerza. Gorath se retorció bajo ella, con la hoja hundida en su carne. Por un instante, sus ojos se encontraron. No había ira en ellos, sólo resignación.
Kaela le sostuvo la mano mientras hundía el cuchillo en su corazón. No le dijo nada, pues no había palabras para esto. Cuando su aliento se apagó, ella lo dejó caer. El Rostro Negro no perdonaba la debilidad.
Kaela se quedó en silencio, de rodillas sobre su cuerpo. Todo estaba en calma. La tribu no dijo nada. La bruja se acercó.
—No llores por él.
Kaela levantó la mirada.
—No lloro.
La bruja asintió.
—Ahora es el momento.
De entre sus harapos, sacó una máscara oscura totalmente lisa.
—Pero aún no eres digna de ella.
Kaela frunció el ceño.
—Lo he matado. He vencido. ¿Qué más queréis de mí? ¿Cuántas jodidas pruebas he de pasar?
La bruja se inclinó y hundió un dedo en la herida aún caliente de Gorath.
La sangre brotó.
—Mira su rostro. Míralo bien. Porque nunca lo verás de nuevo.
Kaela miró a Gorath por última vez.
Su único amigo. Su auténtica prueba.
—Toma su sangre. —dijo la bruja.
Kaela no dudó. Hundió sus manos en la herida y se las llevó al rostro. La sangre aún caliente cubrió su piel, pegajosa, espesa.
—Repite las palabras.
El fuego pareció apagarse en el campamento y todo quedó en silencio.
Kaela susurró el juramento. Las palabras eran antiguas, más viejas que la tribu misma.
—Con esta sangre pago mi deuda con los muertos.
El viento rugió.
—Con este rostro dejo de ser quien fui.
Las sombras danzaron.
—Con esta máscara soy uno de los nuestros.
Y entonces sucedió.
Kaela gritó mientras algo la arrancaba de su cuerpo.
Su alma se separó de la carne y vio su propio cuerpo desde arriba, su rostro aún cubierto de sangre que se desvanecía poco a poco como si nunca hubiera existido.
Su alma fue arrastrada dentro de la lisa máscara negra, que fue cambiando de forma como si unas fuerzas siniestras la modelaran. Unos cuernos surgieron de la parte inferior, unas líneas se tallaron en sus mejillas, unos huecos se formaron para permitir que pudiera ver. Y cuando abrió los ojos, ya no era Kaela.
Su nombre desapareció de la memoria de su gente. Los chamanes entonaron el ritual del olvido.
La tribu no volvería a llamarla. No volverían a recordar quién había sido, porque ahora sólo la máscara mostraba quién era en verdad.
Ahora era una guerrera del Rostro Negro.
Esa noche, ella se sentó sola ante el fuego. Sus manos aún recordaban la sangre de Gorath. Aún sentía sus manos aferrándola. Dentro de la máscara, sabía que había matado al único amigo que había tenido en esta cruel vida. Lloró sin que nadie pudiera verla, no porque la culpa la fuera a atormentar, si no porque pronto la abandonaría.
Ya no recordaba su propio rostro. Y no importaba. Nunca importaba.
En la mañana, cazaría con los suyos. Sería una más. Una sombra. Un espectro. Una de ellos. Y el mundo nunca volvería a recordar su nombre.