EL PRECIO DE LA MUERTE

El viento ululaba entre las colinas, arrastrando cenizas y el hedor de la carne podrida. Donde antes había campos de caza y bosques sagrados, ahora solo quedaban tierras envenenadas por la magia oscura. Donde antes hubo vida, ahora solo quedaba la muerte.

El nigromante Vorkar el Sombrío contemplaba su obra desde lo alto de una colina. Sus ojos, que alguna vez brillaron con la calidez de un padre, ahora eran pozos de sombra sin fondo. Lo había hecho por ella. Todo había comenzado con su hija. Pero el amor de un padre puede ser tan cruel como la ira de un dios.


Cuando Sitha cayó enferma, Vorkar buscó respuestas en todas partes. Los chamanes de su tribu batieron tambores, sacrificaron corderos, invocaron a los espíritus del viento y la tierra. Nada funcionó.

Vorkar recorrió las montañas y las marismas, enfrentó a demonios y a bestias, pero la respuesta le llegó de la forma más sencilla y terrible.

Un susurro en la noche.

—La muerte es solo un umbral, hechicero.

Vorkar, desesperado, escuchó.


Las respuestas estaban en los huesos.

Los ancianos le advirtieron que no cruzara esa senda, pero el amor por su hija lo cegó y no dudó en cruzar el umbral.

Robó un libro de piel humana de un templo olvidado. Bebió sangre de los muertos. Descendió a cavernas donde las sombras tenían garras y aprendió los susurros de los espíritus que jamás debían hablar con los vivos.

Aprendió a romper la barrera entre la vida y la muerte, y cuando el cuerpo de Sitha finalmente sucumbió a la enfermedad, Vorkar no lloró. Porque él sabía cómo traerla de vuelta.


El ritual fue terrible. Las estrellas se apagaron en el cielo. Los lobos huyeron de la aldea.

Cuando Vorkar invocó a las fuerzas de la muerte, su propio pueblo intentó detenerlo. Pero era demasiado tarde, pues Sitha volvió… pero no era su hija.

Su piel estaba fría. Su voz era un susurro vacío. Sus ojos, que una vez fueron chispeantes y llenos de vida, eran pozos negros sin alma.

—Padre… ¿por qué me traes de vuelta?

Pero Vorkar no podía perderla de nuevo… y así comenzó su caída.


Al principio, Vorkar sólo quería perfeccionar su arte. Quería entender por qué su hija no era la misma.

Para aprender más, necesitaba más cadáveres. Se los pidió a la tribu, pero ellos se negaron. Así que los tomó por la fuerza.

Los ancianos lo declararon maldito. Sus hermanos alzaron armas contra él, pero tenía un ejército que no podía morir, y los mismos guerreros caídos en la batalla se alzaban a su servicio.

Uno a uno, los mató. Uno a uno, los convirtió en siervos. Su pueblo se convirtió en un reino de muertos vivientes. Las almas de los muertos ya no encontraban descanso.

Pero Sitha seguía siendo un cascarón vacío. Y él aún no tenía la respuesta.


Pasaron los años. Vorkar dejó de ser un hombre y se convirtió en una leyenda oscura. Los carroñeros murmuraban su nombre en susurros temerosos. Las tribus vecinas se estremecían al ver su estandarte, hecho con piel humana y calaveras ennegrecidas.

Sin embargo, ya nada le bastaba. Cada batalla que desataba le traía más cuerpos. Cada victoria aumentaba su ejército. Pero Sitha seguía sin volver a la vida.

Entonces entendió la verdad. No era que su hechicería fuera imperfecta. Era que su hija jamás había regresado. Lo que había traído de vuelta era otra cosa. Y reía en la oscuridad cuando él dormía.


Una noche, entre los muros de su fortaleza de cadáveres, Vorkar escuchó la esa insidiosa risa de Sitha, y el sonido le heló la sangre.

—Padre… —susurró la voz desde las sombras—. ¿Cuántos más matarás para recuperar lo que perdiste?

Vorkar se giró. La sombra de su hija estaba allí, con los ojos más negros que la muerte misma.

—Tú no eres mi hija.

La criatura sonrió con dientes afilados.

—No.

Vorkar se estremeció. Todo lo que había hecho… todo su poder… todo su imperio de muertos… había sido en vano.

La verdad era cruel y simple. Sitha había muerto hacía mucho tiempo. Y lo que quedaba era un monstruo que él mismo había creado.


Al día siguiente, Vorkar se sentó en su trono de huesos y contempló su obra. Cientos de cadáveres marchaban bajo su bandera. Poblados enteros temblaban ante su horda imperecedera.

Era un hechicero más poderoso de lo que jamás había soñado. Pero su hija seguía muerta y él jamás la recuperaría.

Y esa misma noche, una mujer lo mató. Una simple bárbara llamada Thyra, aunque él jamás conoció su nombre. No tenía títulos, ni seguidores, ni ejércitos pero sí un cuchillo y un propósito.

Se deslizó entre los muros de su fortaleza de huesos, moviéndose entre los muertos sin miedo. Llegó hasta su salón, donde él se encontraba solo, con los candelabros de grasa humana ardiendo a su alrededor.

Vorkar la vio demasiado tarde. Ella no le dio tiempo a conjurar un hechizo y su cuchillo se hundió en el pecho del nigromante.

Sintió el frío del acero perforando su corazón y se tambaleó, con los labios entreabiertos, intentando murmurar una última palabra de poder. Pero nada salió. La magia lo abandonó.

Thyra lo empujó contra el suelo y sacó su cuchillo con un tirón. No lo miró dos veces. No le dijo nada. Simplemente se marchó.

Y Vorkar murió.


Cuando su alma abandonó su cuerpo, no sintió dolor, sólo un peso insoportable, como si la eternidad misma lo aplastara.

Abrió los ojos… y esperó ver a Sitha. Esperó verla de pie, sonriendo, con los brazos abiertos. Esperó que le perdonara. Pero Sitha no estaba allí. Solo la oscuridad.

Y las sombras comenzaron a moverse. Siluetas retorcidas, demonios sin rostro, espíritus con garras y dientes afilados.

—Vorkar… —susurraron las voces, burlonas, crueles—. Nos perteneces.

Intentó huir, luchar, invocar su poder… pero su magia estaba tan muerta como él. Lo único que le quedaba era el miedo. Y las sombras cayeron sobre él.

Vorkar gritó, pero nadie lo escuchó.


Thyra salió de la fortaleza sin ser detenida ni mirar atrás.

Al amanecer, Vorkar el Sombrío había desaparecido del mundo. Su trono yacía vacío. Su ejército de muertos se desmoronó. Su nombre se convirtió en cenizas. Y las tierras que alguna vez envenenó fueron olvidadas por el tiempo.

Porque la muerte no hace distinciones. Porque ni siquiera los poderosos escapan de ella. Porque al final, todos caen y nadie los recuerda.

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Warmonger
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