El Ascenso de Xiltharak

En el Valle de las Tejedoras una torre se alzaba contra la noche, una aguja de piedra negra erosionada por vientos malsanos y plagada de telarañas que relucían a la luz de la luna moribunda. Sus muros eran suaves como la seda en algunas zonas, duros y espinosos como el exoesqueleto de una criatura impía en otras. 

Y esta noche, Xiltharak se preparaba para su gloriosa metamorfosis.

El aspirante estaba de rodillas sobre un altar de huesos fusionados por un ácido blanquecino que todavía chisporroteaba en la brisa nocturna. Sus ojos, febriles por días de ayuno y droga de veneno destilado, brillaban con la luz de una devoción más allá de la razón. Su cuerpo, desnudo y cubierto de runas hechas con la sangre de aquellos a quienes había sacrificado, temblaba entre la agonía y el éxtasis.

Las Sacerdotisas Arácnidas lo rodeaban, sus formas envueltas en túnicas de seda viva que parecían moverse con voluntad propia. Ojos adicionales se abrían y cerraban en sus frentes, y sus dedos, largos y articulados como patas de insecto, tamborileaban sobre el suelo en un ritmo hipnótico.

—El capullo está tejido… la ofrenda está lista —susurró una de ellas, su lengua dividida en dos chasqueando con impaciencia.

Xiltharak sonrió. Había hecho todo lo necesario. La red estaba completa.

Para ascender en la jerarquía de las Tejedoras, debía renunciar por completo a su humanidad. No bastaba con adorarlas, debía volverse como ellas. Y para ello, había cometido lo que otros considerarían atrocidades, puesto que sus miras cortas no les permitían comprender la verdad.

La primera prueba fue el Sacrificio de los Ocho Lamentos. Durante ocho noches, había capturado habitantes de las Tierras Impías, inocentes y guerreros por igual, y los había cosido vivos en capullos de seda oscura. No los había matado. No aún. En su lugar, había permitido que las Hijas de la Reina (pequeñas arañas del tamaño de una mano) los devoraran lentamente desde dentro. Sus gritos fueron cánticos de armoniosa gloria para las Tejedoras.

La segunda prueba fue la Muda de Carne. En la cima de la torre, bajo la luz pálida del cráneo viviente en el cielo, Xiltharak se arrancó la piel de los brazos con un cuchillo de obsidiana, dejando al descubierto su carne roja y palpitante. Luego, las sacerdotisas tejieron una nueva piel sobre él: un exoesqueleto de filamentos oscuros y endurecidos con secreciones del Gran Nido. Sangró. Chilló. Se transformó.

Pero la prueba final, la que definiría su destino, estaba ante él.

Las sacerdotisas le tendieron un cuenco de madera tallada con imágenes de la Madre Tejedora. Dentro, algo se agitaba. Eran los Huevos del Linaje Puro, engendrados en los abismos donde la luz nunca ha tocado el suelo. Pequeñas esferas negras, relucientes, pulsando con vida impía.

—Bébelo.

Xiltharak no dudó.

Se llevó el cuenco a los labios y dejó que los huevos resbalaran por su garganta, dejando un rastro pegajoso y frío. Se tragó cada uno, sintiendo cómo descendían, cómo se abrían dentro de él, cómo las larvas comenzaban a moverse.

El dolor fue inmediato.

Xiltharak cayó de rodillas, convulsionando. Sus entrañas se retorcieron como serpientes atrapadas en un frasco. Sus huesos crujieron al expandirse, al cambiar. Sintió cómo algo brotaba de su espalda, ocho apéndices nuevos, alargándose con cada espasmo. Sus dientes se volvieron aguijones. Sus ojos se multiplicaron.

El hombre que una vez fue Xiltharak desapareció en un mar de chasquidos y exudaciones viscosas. Algo nuevo nació en su lugar.

Cuando el dolor se disipó, se levantó con movimientos ajenos a lo humano. Sus piernas eran ahora patas quitinosas, y su torso estaba cubierto por una piel negra y brillante. Sus nuevas fauces se abrieron y dejaron salir un sonido incomprensible, ajeno, ancestral.

Las sacerdotisas se inclinaron.

La metamorfosis estaba completa.

Xiltharak ya no era un simple discípulo. Ahora era un Heraldo de las Tejedoras.

Y su primera tarea como tal era expandir la Red.

Sus nuevas patas se movieron con agilidad inhumana cuando se lanzó desde la torre, deslizándose por hilos invisibles en la noche. En la distancia, un grupo de carroñeros dormía en sus guaridas miserables, ignorantes del destino que les aguardaba.

Él tejía ahora los destinos.

Y ninguno escaparía de su telaraña.

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Warmonger
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