DE CÓMO SE PERDIÓ EL MUNDO

La bruja contemplaba la escena con una mezcla de deleite y desprecio. Los bárbaros de aquella tribu sin nombre festejaban su presencia en la aldea con una bacanal desenfrenada de tambores, hogueras, bailes y agasajos de todo tipo.
Se sentía complacida por todo aquel despliegue de lujuria y adoración hacia su persona, pero a la vez también le causaba asco aquella gente tan servil y dispuesta a arrastrarse de tal manera. Fuertes guerreros, orgullosas amazonas y jóvenes impasibles se encogían con temor ante su simple visión. Era halagador, pero también humillante.
Los destrozaría a todos con un simple gesto de la mano. Invocaría fuerzas horribles del inframundo para que erradicase aquella aldea del desolado paisaje. Estaba segura de que ni siquiera tratarían de defenderse, tal era el pavor que les causaba. Podría caminar entre ellos y degollarlos con sus propias uñas aceradas, sin que hiciesen nada más que caer de rodillas para facilitarle el trabajo.

– ¡Ahora os contaré la historia de cómo los dioses os arrebataron el mundo e hicieron llover fuego desde los cielos!

– ¡Cielos malditos! – respondieron al unísono las gargantas de su público.

Rió como un montón de gravilla rodando por una losa de pizarra y continuó.

– El mundo era de los hombres y mujeres humanos, que vivían una existencia regalada de abundancia, placer y riqueza. Grandes imperios se extendían por doquier y cubrían todo territorio hasta más allá del horizonte. La humanidad no tenía rival, conquistó a todas las criaturas y no temía a nada bajo la tierra, sobre ella o… en el cielo.

Un murmullo de incredulidad se extendió por la tribu congregada. No faltaba nadie, desde los ancianos hasta los niños más pequeños, incluyendo al cacique de aquella turba desarrapada. Sus cerebros no lograban imaginarse ni la mitad de lo que la bruja les contaba sobre mundos perdidos y sus maravillas, pero por el énfasis y la pasión que ponía en su relato se hacían a la idea de que había sido una época gloriosa que jamás conocerían en su brutal existencia. Ella misma no entendía del todo las historias grabadas en sus cuevas ni las visiones más obscuras de Cragmora, en las que hablaba de “tecnología” y “máquinas”. Pero su fe era fuerte y sabía qué contar y qué callar cuando hablaba con aquellos peones humanos.

– ¡Hasta que un día la humanidad decidió conquistar también los cielos!

Un aullido mezcla de furia y asombro recorrió las filas de bárbaros, que gesticulaban ante aquella locura como niños perdidos.

– Los dioses, celosos de su poder y furiosos ante aquella osadía, derribaron sus naves de nuevo al suelo y maldijeron el mundo con una lluvia de fuego, veneno y plagas que duró una generación completa. El poder de los hombres decayó, se marchitó y murió a causa de la venganza de los dioses.

– ¡Cielos malditos! – volvieron a bramar los espectadores entregados por completo a aquella narración.

– Los que no fueron masacrados huyeron, se escondieron de aquella matanza en las entrañas de la tierra, donde se sintieron seguros y encontraron refugio durante muchos, muchos años. Eran pocos, pero la tierra los acogió y les enseñó parte de sus poderes para burlar la muerte y, con el tiempo, emergieron de nuevo para reconstruir el mundo. Vosotros sois sus orgullosos herederos y tenéis la tarea de recuperar la antigua gloria, guiados por los poderes del Aquelarre y la ayuda de las criaturas del subsuelo que aborrecen a los cielos tanto como vosotros.

– Algunos humanos traidores huyeron a fortalezas lejos del castigo divino y se nombraron dioses a sí mismos – prosiguió narrando la mujer con gran teatralidad -, abandonando al resto a su suerte. Esos castillos míticos flotan entre los reinos de hombres y dioses, expulsados de la tierra devastada pero con su ascenso a las estrellas negado para siempre.

La bruja, encantada por el efecto de sus palabras, notó que aquella en concreto desconcertaba a los lugareños, que patearon el suelo e hicieron muecas de ignorancia.

– Las estrellas son la morada de los dioses, lugares de luz y esplendor que refulgían en las noches de antaño, cuando el hombre aún no había sido maldecido por la envidia de los cielos. ¡Hoy se nos ha prohibido siquiera su visión, reemplazada por ese ojo rojizo que deambula sobre nuestras cabezas sin descansar jamás, espiando y vigilando en nombre de los dioses para que no volváis a alzaros orgullosos!

Las armas brillaron a la luz del mortecino sol al que ahora miraban con furia renovada y aporrearon el suelo, mientras hombres y mujeres rugían y se empujaban con una violencia inusitada que súbitamente querían proyectar contra un enemigo tangible. Brazos peludos se alzaron en el aire y agitaron mudas maldiciones al firmamento en forma de puños apretados.

– ¡Cielos malditos! – corearon por tercera vez los bárbaros tribales. Era la señal de que la historia llegaba a su fin y todos cayeron de rodillas y adoptaron posturas de sumisión y gratitud ante la bruja que los protegía con sus poderes.

El cacique dio un empellón a uno de los muchachos allí reunidos, su propio hijo, para que de acercase a la siniestra mujer esquelética y cubierta de raídas telas oscuras.

Frunció el ceño y sus labios, ya de por sí inexistentes, se convirtieron en un tajo en su arrugado rostro. El muchacho que se había situado discretamente de pie a su lado, unicejo, encorvado y de dientes negros, notó su mal talante y se acercó a ella. Entrando ligeramente en su campo visual, se desanudó la túnica para mostrarle su lampiño cuerpo desnudo.

Era un crío que apenas había visto diez inviernos. Es posible que su padre tuviese previsto para él un destino glorioso como campeón de su tribu, pero la visita de la bruja y su exigencia de entregarle al zagal puso fin a cualquier fantasía que tuviese. Lo hizo sin rechistar. Es posible que hasta se sintiese honrado. Ahora aquel crío le pertenecía a ella para hacer lo que quisiese, para moldearlo a su gusto, encumbrarlo o destruirlo. La palabra de una bruja era ley.

Disgustada aún más por el ofrecimiento tan burdo de aquel imberbe deseoso por agradar a su nueva dueña, le volvió la cara de un revés con la mano y vio cómo se retiraba mientras volvía a vestirse.

Hombres.

Lo que ella había visto en sus trances. Lo que sabía que aquella raza había causado al mundo. ¿Cuántas veces? Eso lo desconocía. Al menos dos. Todo estaba escrito en las paredes de sus cuevas. Los relatos de sus visiones, las cosas que se les habían revelado acerca de los mundos de antaño. El fuego del cielo que arrasó con todo, el descenso de la humanidad al subsuelo y el resurgir de antiguos poderes oscuros.

Aquella misma historia la contaban los bárbaros en sus bailes, representando con burdas pantomimas y contorsiones la destrucción de un pueblo antecesor al que jamás habían llegado a conocer más que por las leyendas transmitidas por las brujas.

Sus profundas cavilaciones continuaron mientras contemplaba los sudorosos cuerpos de hombres y mujeres medio desnudos representando sus danzas místicas rituales con un rostro impávido como una máscara iluminada por las hogueras.

Aquellos brutos primates eran como las cucarachas. Siempre salían adelante, siempre se las arreglaban para sobrevivir incluso en los entornos más letales. Deberían aplastarlos a todos, pero Cragmora, la prima inter pares del Aquelarre, no tenía ese plan en mente. Jugaba con ellos. La… divertían. Pero se escuchaban rumores, historias que decían que Cragmora había tenido una revelación acerca de cómo la raza humana volvería a prosperar y convertirse en dueña suprema de aquel mundo una vez más. Razón suficiente para exterminarlos ahora. ¿Qué era lo que estaba tramando su matrona?

Los bailes llegaron a su final y el instrumento ronco que había estado resonando por toda la aldea quedó en silencio al fin. Los bárbaros se postraron ante ella y entonaron letanías con voces guturales.

Relamiéndose los resecos labios con una lengua puntiaguda, la bruja buscó con la mirada a su nuevo sirviente que se acercó con rapidez bajando la mirada. Con un rápido gesto le arrancó la túnica y sobó con ávida ansia su carne núbil con manos escuálidas y rasposas.

El muchacho se encogió de forma involuntaria ante aquel gélido toque y se puso en tensión, ya que nunca había visto a una bruja y menos aún desde tan cerca. Quizá fue por el rostro severo y consumido, por los brazos esqueléticos que se tendían en su dirección o por las deformidades y mutaciones que se adivinaban bajo los ropajes ajados que vestía. La otra mano de la bruja volvió a cruzarle la cara con violencia y el niño soltó un grito.

Esta vez la risa de la anciana cruel sonó como un fémur astillándose contra las rocas. La tribu seguía entonando sus cánticos en posturas de humillación, incluido el padre de su nueva mascota. Su mano se cerró sobre la muñeca del chico como el cepo de una prisión. Arrastrándolo tras de sí, lo llevó a la choza que le habían asignado y la puerta de cerró tras ellos en silencio.

Puede que a Cragmora le hiciesen mucha gracia aquellos monos, pero ella iba a meterlos en cintura aunque fuese uno a uno.

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Warmonger
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