SIETE NOCHES NEGRAS

Relato de Yasha, hija de Nial el Sanador

Primera Noche

El aire olía a cobre y ceniza cuando llegaron por primera vez.

No los vimos. Sólo los sentimos: un escalofrío sobre la nuca, como dedos de sombra. Las antorchas se apagaron una a una, como si un aliento helado las besara. Después… los gritos.

Mi madre fue la primera. Dormía junto a mí. Sentí su cuerpo convulsionar, vi la oscuridad arrancarla del camastro y dejar solo sangre. Mi padre, Nial, el curandero, corrió con su bastón de hueso y fuego, pero solo encontró silencio.

A la mañana siguiente, el campamento estaba cubierto de restos. No sabíamos si eran de los nuestros. Había manos, ojos, jirones de carne que no encajaban. Dos cuerpos desangrados colgaban boca abajo de las ramas sagradas del Árbol Viejo, como reses para un festín que no nos pertenecía.

Los ancianos dijeron que eran espíritus. Los jóvenes hablaron de sombras que cazaban. Los perros aullaban sin cesar.

Esa noche encendimos fuegos por todo el campamento. Rezamos. A dioses que ya no escuchan. A los huesos. A la tierra. A las piedras.

No sirvió de nada.


Segunda Noche

Volvieron con hambre.

Esa noche ya no se ocultaron. Salieron de entre los árboles con cuerpos alargados, deformes, piel cenicienta y bocas grandes llenas de colmillos como cuchillas de piedra. Algunos planeaban sobre nosotros con alas membranosas, tan silenciosas como la niebla. Otros reptaban como perros rabiosos, con garras negras que cortaban la tierra como si fuera agua.

No hablaban. Solo jadeaban. Su respiración era como una fiebre sofocante en la oscuridad.

El anciano Tork intentó escapar. Uno de ellos le cayó encima con un grito inhumano y lo arrastró entre la maleza. Escuchamos cómo su cráneo estallaba como una calabaza madura. El sonido me persigue aún en sueños.

Mi padre cubrió las flechas con savia ardiente. Los guerreros del clan lucharon como bestias arrinconadas. Tres de esas criaturas cayeron. Sus cuerpos eran livianos, secos, fríos. No tenían sangre.

Los quemamos al amanecer. La pira olía a carne rancia y odio.


Tercera Noche

Trajeron consigo algo peor.

No eran como ellos. Eran hombres. O lo habían sido. Caminaban torpes, con los músculos temblorosos y los ojos en blanco. Su piel estaba pálida, sin firmeza, y su carne colgaba como si se deshiciera.

No hablaban, no pensaban. Solo olfateaban. Y cuando encontraban un cuerpo, se lanzaban sobre él con gruñidos húmedos. Hueso, piel, entrañas. Todo les valía. El festín era brutal, como si cada bocado les devolviera un recuerdo que jamás habían tenido.

Uno de ellos era Rhulan, el cazador. Lo reconocí por su collar de garras. Se lo habían llevado dos noches antes.

Los nuestros regresaban. Y tenían hambre. Pero ya no eran nuestros.


Cuarta Noche

Las llamas ya no nos protegían.

Los vimos reír. Reír con bocas llenas de sangre. Burlarse de nuestras defensas, danzar entre los árboles como sombras veloces. Se movían con gracia blasfema, como si el miedo les diera alas.

Esa noche llovía sangre. La tierra temblaba con sus pasos. Entraron por todas partes. Por los árboles, por las grietas, por debajo del suelo. Como si ya hubieran vivido entre nosotros.

El chamán trató de contenerlos con palabras antiguas. Cayó con el cuello desgarrado y los ojos robados de sus órbitas. La vieja Teya se arrojó al fuego para no ser devorada. Los niños ya no lloraban. Solo miraban con los ojos secos, como si hubieran envejecido en una noche.

Mi padre me abrazó. Sus manos temblaban, pero su voz era firme.

—El alma no muere si uno la ata al hueso correcto.

Me entregó un amuleto: un diente humano pintado con su sangre. Luego me empujó bajo el altar de piedra. Me escondí como una rata. Lo vi caer luchando. No volvió a gritar.


Quinta Noche

Éramos veinte. Ahora quedábamos seis.

Nos refugiamos en la cueva sagrada, donde los huesos hablan en los sueños. Allí, los ancestros debían protegernos. Pero lo que vino esa noche no respetaba ancestros.

No traían nuevos cazadores. Traían a los nuestros. Mehel, la partera, caminaba con la mandíbula desencajada. Su esposo trató de hablarle. Ella le arrancó el rostro.

Cada uno de ellos era una pesadilla conocida. Antiguos amigos, amantes, hermanos… ahora convertidos en carne hambrienta y ojos muertos. Y detrás, los colmilludos. Siempre sonriendo. Siempre sedientos.

Uno de los nuestros tropezó. Cayó al suelo. Los devoradores se lanzaron sobre él riendo, chillando como hienas. Comían como animales. Como si cada trozo los devolviera a lo que ya no eran.

No sabíamos qué era más terrible: los que venían del exterior… o los que alguna vez fueron como nosotros.


Sexta Noche

Yo fui tomada.

No grité. Corrí. Corrí con la desesperación de una criatura que ya no espera salvarse, solo escapar. Pero las alas eran más veloces que mis piernas. Me atraparon entre ramas. Me desgarraron la espalda con garras frías. Me ataron con lenguas negras, viscosas como raíces de pantano.

Me elevaron por los cielos. Vi mi aldea como una maqueta en ruinas. Vi las piras apagadas. Vi a los últimos rezar bajo la lluvia de ceniza.

Me arrojaron en una grieta profunda, húmeda, donde la tierra se agitaba como si respirara. Había susurros. En la piedra. En la sangre. En mi cabeza.

Allí me esperaban.

Una figura surgió. Alto, antiguo, bello como la muerte. Me habló. No con palabras, sino con recuerdos.

Desde el principio habían sabido que yo era especial, la única digna. Me ofreció un fin sin muerte. Un comienzo sin calor. Una eternidad sin aliento.

Y yo… dije que sí.


Séptima Noche

Ahora vuelo.

Mi piel ya no respira. Mis ojos ven en la noche. Mis colmillos buscan carne caliente. Y el corazón… ya no late. Solo recuerda.

Los otros me rodean. Me observan con respeto. Dicen que hay algo en mí que no tienen los demás. Una chispa. Una voluntad. Un gozo en el hambre.

Esta noche regreso.

No por venganza. No por compasión.

Regreso por hambre.

Bajo la luz muerta de las estrellas, mi aldea aún arde. Solo quedan dos, quizás tres. Se esconden. Lloran. Rezan. No importa.

Los encontraré.

La hija del sanador ha vuelto y esta vez… no sangrará sola.

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Warmonger
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